Origen de la mantilla
Los orígenes de la mantilla pueden remontarse a la cultura ibérica, en la que las mujeres usaban velos y mantos para cubrirse y adornarse la cabeza. Posteriormente, durante toda la Edad Media, la mujer siguió usando tocados muy variados, algunos de ellos con ciertas influencias árabes.
A finales del siglo XVI el uso del manto, denominado ya por aquella época mantilla de aletas, se generalizó en toda España al considerarse una prenda más dentro de los trajes populares. Sin embargo, en cada región mantuvo una fisonomía propia, al ajustarse a condicionamientos tanto físicos como sociales. Así, por ejemplo, las mantillas en las tierras más frías tenían por finalidad el abrigo, y utilizaban para la hechura diferentes tipos de paño; sólo algunas se guarnecían con terciopelo, sedas y abalorios, con lo que se le daba una doble utilidad de abrigo y adorno. Por el contrario, en las zonas más cálidas, eran de tejidos suaves y ligeros, configurando una prenda más ornamental y lujosa.
En el siglo XVII empiezan a usarse las mantillas de encaje, como se aprecia en algunos retratos femeninos de Velázquez, formando parte del guardarropa de algunas mujeres elegantes. Sin embargo, su uso no se generalizó a las damas cortesanas y de alta condición social hasta bien entrado el siglo XVIII, pues hasta entonces la mantilla era usada casi exclusivamente por las mujeres del «pueblo». Fue también en este siglo cuando las mantillas de paño y seda fueron sustituidas totalmente por las de encaje.
SIGLO XIX
Fue, pues, en el siglo XIX cuando la mantilla adquirió una relevante importancia como tocado distinguido de la mujer española. La reina Isabel II, gran aficionada a los encajes, impulsó en gran manera el uso de la mantilla. Tanto ella como sus damas la lucieron en numerosos actos, como se manifiesta en varios retratos de la reina plasmada por sus pintores con esta singular prenda.
A partir de 1868 el uso de la mantilla se abandonó en algunos lugares. No obstante, en Sevilla y otras ciudades de Andalucía continuó gozando de gran predilección. Algo que también ocurrió en Madrid, donde el empleo de la mantilla estaba tan arraigado a las costumbres que las damas de la nobleza madrileña la convirtieron en símbolo de su descontento durante el reinado de Amadeo de Saboya y su esposa María Victoria. El rechazo hacia ellos y a las costumbres foráneas fue protagonizado por las mujeres, que se manifestaron por las calles madrileñas llevando, en lugar de sombreros, la clásica mantilla y peineta española. Un hecho que pasó a la historia como «la conspiración de las mantillas».
En el siglo XX en Andalucía, y en concreto en Sevilla, la mantilla usada como prenda cotidiana para pasear por las tardes se fue desarraigando de las costumbres femeninas. Únicamente en el primer tercio del siglo las mujeres utilizaban para ir a misa pequeñas mantillas, conocidas por toquitas y de media luna. De esta manera, el uso de la mantilla fue quedando relegado a ciertas conmemoraciones y actos, y muy especialmente para la Semana Santa.